A lo largo de millones de años, la naturaleza ha sido testigo de una carrera armamentista silenciosa pero implacable. Desde los microorganismos hasta las plantas y los animales, cada ser vivo ha desarrollado estrategias para sobrevivir y prosperar en un entorno donde el riesgo y la competencia son constantes. Una de estas estrategias, quizás la más fascinante y letal, es la producción de toxinas: sustancias químicas que pueden ser tanto aliadas como enemigas según el contexto. Estas moléculas, nacidas de la necesidad evolutiva, no solo han transformado los ecosistemas, sino que también han dejado una profunda huella en la historia de la humanidad.
Desde el veneno de una serpiente hasta la cafeína de una taza de café, estas sustancias impregnan nuestra vida diaria de formas que a menudo pasan desapercibidas. Su presencia no se limita a las leyendas de guerreros que envenenaban flechas o reyes que temían por sus copas de vino; hoy en día, las toxinas naturales se encuentran en nuestros medicamentos, cosméticos, alimentos y, por supuesto, en nuestra historia cultural y científica.
El libro "Historia de los venenos naturales", escrito por Noah Whiteman y publicado por Pinolia, profesor de la Universidad de California en Berkeley, nos invita a un viaje por este mundo químico oculto pero omnipresente. A través de sus páginas, descubrimos cómo estas toxinas no solo moldearon la evolución de innumerables especies, sino también nuestra propia historia. ¿Cómo transformaron el curso de civilizaciones enteras? ¿Qué papel desempeñaron en la medicina tradicional y en la ciencia moderna? Y, quizás más intrigante, ¿qué nos enseñan sobre nuestra relación con el mundo natural?
La conexión entre la humanidad y los venenos es tan antigua como nuestra especie. Las primeras sociedades humanas aprendieron a aprovechar estas sustancias tanto para defenderse como para curarse. Civilizaciones como la egipcia o la mesopotámica registraron sus conocimientos sobre plantas venenosas y sus aplicaciones medicinales en tablillas y papiros que hoy son una ventana a sus prácticas médicas. Más tarde, en la Edad Media, los alquimistas exploraron los secretos de estas moléculas en sus laboratorios, mientras los curanderos indígenas de África, Asia y América perfeccionaban sus métodos basados en la observación de la naturaleza.
Sin embargo, los venenos naturales no son simplemente una herramienta de poder o supervivencia. También representan un enigma científico. ¿Por qué una planta dedica valiosos recursos a sintetizar una toxina en lugar de crecer más rápido o reproducirse más eficazmente? Según Whiteman, la respuesta yace en el delicado equilibrio de la evolución. Cada toxina es el resultado de un proceso de selección que favorece a aquellos organismos capaces de disuadir a depredadores, eliminar competidores o resistir infecciones. Algunas de estas sustancias, como el alcaloide nicotina, no solo ahuyentan a los herbívoros, sino que, de manera irónica, han capturado la atención humana y se han convertido en adicciones culturales.
En este extracto exclusivo de su libro, Whiteman nos sumerge en su viaje personal y profesional mientras explora las toxinas que han moldeado no solo el reino vegetal, sino también su propia vida. A través de una narrativa cautivadora, descubrimos cómo las sustancias químicas presentes en un simple ramo de flores conectan historias de amor, pérdida y descubrimiento. Este capítulo entrelaza la ciencia con lo personal, revelando cómo las toxinas no solo son herramientas evolutivas, sino también símbolos de nuestras conexiones más profundas con la naturaleza y con los demás.
No pierdas la oportunidad de adentrarte en este universo químico lleno de paradojas y maravillas a través del adelanto exclusivo de "Historia de los venenos naturales". Margaritas letales, escrito por Noah Whiteman Me prendí el botonier en la solapa, catalogando las especies que el florista había seleccionado y los correspondientes venenos de cada una. La estrella del ramo invernal era un brillante y diminuto crisantemo (mums) de la familia de las margaritas. Estaba rodeado de algunas agujas de un pino blanco oriental, racimos de bayas rojas de hierba de San Juan y las puntiagudas hojas azules del acebo marino. No había pedido plantas venenosas el día de mi boda, no había sido necesario. Todas las plantas producen sustancias químicas que pueden funcionar como venenos para eliminar a la competencia, disuadir a los herbívoros, neutralizar a los patógenos y castigar a los polinizadores infieles. Las plantas quieren vivir, al igual que muchos hongos, animales y otros organismos, que también utilizan venenos para atacar y defenderse.
Incluso en su «nueva corteza», el crisantemo portaba un grupo de toxinas, entre ellas el terpenoide matricina. El pino blanco oriental contenía sus propios alcaloides piperidínicos, la hierba de San Juan, el compuesto fenólico hipericina, y el cardo marino, el aldehído eríngico. Probablemente, no haya oído hablar de estas sustancias químicas, pero cada una de ellas es también un medicamento. La matricina se encuentra también en la manzanilla y la milenrama, plantas utilizadas en la medicina tradicional actual desde hace miles de años. En el organismo, la matricina se descompone en el bello químico azul camazuleno, que ahora se estudia por su prometedor futuro como fármaco analgésico. Las agujas del pino blanco oriental se utilizan desde hace mucho tiempo en muchas culturas indígenas del noreste de Norteamérica para tratar afecciones respiratorias. Los alcaloides de piperidina de las agujas son el punto de partida para la síntesis de opioides como el fentanilo. La hipericina de la hierba de San Juan se utiliza ampliamente para tratar la depresión y otros trastornos mentales. Por último, científicos jamaicanos descubrieron que el cardo marino funciona como tratamiento tradicional de las infecciones por ascáride gracias a la toxicidad del eringial.
La gran pregunta es por qué las plantas se molestan en fabricar estas sustancias químicas: al fin y al cabo, su síntesis consume una energía preciosa que, de otro modo, podría dedicarse a crecer y reproducirse. Un gran indicio llegó en 1964, cuando el difunto químico ecologista Tom Eisner y sus colaboradores publicaron un artículo en el que demostraban que una especie de milpiés produce eringial (también llamado trans-2-dodecenal), la misma sustancia química producida por el cardo marino y otras plantas, incluidas las de las familias de los cítricos, el jengibre y el eneldo.
Los milpiés segregan eríngidos cuando son atacados por agresores como hormigas y ratones saltamontes. La producción de esta sustancia tanto en animales como en plantas revela un patrón común en la evolución. El mismo rasgo beneficioso suele evolucionar en muchos organismos de forma independiente; en este caso, la eríngida como defensa tanto para animales como para plantas. El origen repetido del mismo rasgo en diferentes linajes evolutivos se denomina evolución convergente.
Estas toxinas naturales y sus fuentes pueden sonar más familiares que los eríngidos en los milpiés. Hay cafeína en los granos de café, cannabinoides en los cogollos de marihuana, capsaicina en los copos de pimiento rojo, cinamaldehído en la canela en rama, cocaína en las hojas de coca, codeína en el jarabe para la tos y cianuro en las semillas de manzana. Puede que le sorprenda saber que muchas sustancias químicas como estas, que utilizamos en la comida y la bebida, la medicina, la práctica espiritual, el ocio e incluso con fines nefastos como matar, son venenos producidos por otros organismos que no evolucionaron pensando en nosotros. Sin embargo, estas toxinas impregnan nuestras vidas de las formas más mundanas y profundas.
Estas sustancias químicas pueden emplearse como armas en la guerra darwiniana de la naturaleza, que se libró por primera vez hace más de cuatro mil millones de años, cuando empezó la vida. Las batallas de esta guerra química siguen librándose a nuestro alrededor, afectando a la trayectoria de cada vida humana, incluida la mía. Dondequiera que miremos, encontramos estas escaramuzas. Para mí, son los marcadores de la vida y de la muerte, los precursores de la alegría y el dolor, y los vehículos de los placeres sencillos y los viajes salvajes.
Cuando empecé a escribir este libro en la Vermont rural, también me casé con Shane, en pleno invierno y en el solsticio. Caminamos hasta la orilla del río helado y manchado de té donde nos esperaba Anne, una juez de paz. Mientras caminábamos por la nieve, recordé una foto de mi madre el día de su boda. En ella, sostenía un ramo de margaritas y estaba de pie en la orilla de un río de aguas negras nacido en el bosque boreal de Minesota, muy parecido al río sobre el que Shane y yo estábamos ahora.
Aguas abajo del río Lester, donde mi madre y mi padre, con trajes de encaje a juego, se casaron, mi padre me enseñó a pescar en los oscuros remolinos que se arremolinaban bajo una cascada que cortaba el antiguo basalto. Cuando mis ojos de cuatro años contemplaron la primera trucha de arroyo que saqué de las oscuras aguas, el pez, como un cuadro en miniatura de Georges Seurat, me dejó sin aliento. Mi padre, de pie frente a mí, sonreía mientras yo me maravillaba ante aquella obra maestra viviente de la evolución. Puntas de rubí con halos de zafiro salpicaban la parte inferior de sus costados verde oliva, y vermiculaciones verde neón se extendían por su lomo.
Información: Muy Interesante. // Vía: Plano Informativo.

