Por Mario Mora Legaspi
Les narraba en el texto anterior que entre las dos y cuatro de la tarde, en la década de los setentas del siglo anterior, el personal administrativo y contable que cubría turnos mixtos a mañana y tarde, salían a comer. Por tanto, el edificio del Diario en ese lapso lucía semivacío, acaso apenas tres o cuatro reporteros de diferentes secciones redactando su información (el resto llegaba más tarde) y los fotógrafos en el revelado e impresión de su material.
Y un guardia que había sido velador del periódico por espacio de muchos años, don Juan Tachiquin, persona de avanzada edad, quien por buena voluntad del entonces director-gerente, Gonzalo Padilla López (QEPD), se encargaba de vigilar entre las dos y cuatro de la tarde la entrada principal del edificio.
Él apagaba las luces del departamento de administración y solamente quedaban encendidas las de redacción, área que se encontraba enseguida del primero; estamos hablando del edificio de ese entonces, antes de ser renovado en dos ocasiones para lucir como está ahora.
Don Juan, quien siempre andaba muy presentable, colocaba una silla cerca de la escalera de acceso y desde ahí podía supervisar la entrada y salida de personas. Pero debido a su edad y al tedio de la tarde lo vencía casi siempre el sueño y se quedaba profundamente dormido, situación que aprovechaban los fotógrafos, principalmente Nabor y José Guadalupe, para colocarle debajo de la silla dos o tres palomitas cargadas de pólvora para despertarlo bruscamente y hacerlo saltar. Los estruendos se escuchaban por todo el periódico.
Los traviesos tenían tiempo de ocultarse en sus laboratorios y a Don Juan lo despertaban asustado, azorado y posteriormente enojado. Nunca les reclamó a pesar de que sabía que los culpables eran los fotógrafos, mucho menos puso una queja ante sus superiores. Era una gran persona. Mejor lo hicieron algunos reporteros. Y los autores se pusieron finalmente en paz, tras ser severamente amonestados.
Por cierto, otra anécdota de J. Guadalupe Méndez que me recordó hace unos cuantos días el buen amigo, estupendo periodista-investigador y mejor cronista Jaime Arteaga Novoa, excompañero de El Sol, ocurrió allá por finales de la década de los ochentas durante unas campañas políticas. Le ordené cubrir un acto de proselitismo un día por la tarde en la explanada del jardín de San Marcos. Y sin inmutarse siquiera me preguntó: “Dónde queda eso…el jardín de San Marcos?”, ante lo cual le contesté airado: “no te hagas pende…”. Me di la media vuelta y contrariado volví a mi escritorio, mientras que Jaime que estaba presente en la conversación se reía a carcajadas y Méndez dibujaba en su rostro una sonrisa maldosa, recuerda Jaime. Le encantaba hacerme renegar.
Lo cierto es que J. Guadalupe, Nabor y Luis eran tremendos. Pareciera que los fotógrafos estaban cortados por la misma tijera.
No sé a ciencia cierta si Nabor sigue dando la batalla por la vida o ya falleció, pero su trabajo gráfico queda registrado para siempre en la hemeroteca de este Diario, donde nada ni nadie lo podrá borrar.
Otro miembro del Departamento de Fotografía de El Sol lo fue don Juan Mendoza, quien por espacio de muchos años tuvo su propio estudio fotográfico por la calle de Hidalgo, a pocos metros de la avenida Madero. Por diversas razones su estudio de fotografía tuvo que cerrar y poco tiempo después fue contratado por el entonces director Francisco Gamboa López.
Inicialmente ingresó como auxiliar del departamento. Se dedicaba a brindar apoyo a los demás fotógrafos para las labores de revelado de los rollos e impresión de imágenes, motivo por el cual se pasaba la mayor parte de la mañana, por la tarde y hasta oscurecer metido en los laboratorios o cuartos oscuros. Su labor era oculta pero muy efectiva para la edición diaria.
Siempre con su boina y camisas de manga larga, don Juan en corto tiempo dejó su labor de auxiliar y comenzó a tomar fotografías para las diversas secciones. Su paso por el periódico fue relativamente breve, el suficiente para alcanzar su jubilación. Falleció años después.
Rosendo Ortega Hernández fue otro de los fotógrafos de El Sol. Llegó a Aguascalientes en busca de paz y tranquilidad, procedente de Ciudad Juárez, Chihuahua, convertida en tierra de nadie por culpa de la delincuencia común y organizada. La criminalidad era muy elevada y costaba muchas vidas en aquella urbe fronteriza.
Rosendo probó fortuna como reportero gráfico del diario Página 24, que tenía apenas unos años de haber salido a la luz pública. Estaba contento con su trabajo, pero decía que su ilusión era tener una oportunidad para laborar en cualquiera de los demás diarios, al considerar que tendría mayores prestaciones.
Se abrió la oportunidad de una plaza en El Sol y como previamente había entregado una solicitud de empleo finalmente logró su propósito. Se sentía orgulloso de pertenecer a la familia solera.